Para dos de los cuatro fantásticos
Difícilmente voy a poder escribir todo lo que hicimos, reímos y caminamos con mis papás cuando vinieron en marzo, pues es demasiado. Si bien estuvieron sólo tres semanas (que reconozcamos, para efectos de la vida es casi un suspiro) hicimos tanta cosa que ni con cien entradas de blog podría describir la mitad. Pero por lo mismo aprovecho la ocasión para darles un pequeño homenaje por el tremendo esfuerzo que hicieron para venir, recorrer y adaptarse a un país en que casi todo es al revés.
Por curiosas razones, ambos perdieron los aviones antes de que vinieran a Japón. ¿Y desistieron? ¡No! Mi papá incluso se pegó un pique de Sao a Santiago casi por el día a renovar el pasaporte vencido y mi mamá hasta el día de hoy creo que está peleando con la aerolínea para que le indemnicen el ridículo error que no la dejó subir al avión. Se embarcaron, llegaron y, como conté unas entradas más atrás, los agarré de la mano y luego de 25 horas de vuelo los metí en un tren al sur. Y ahí comenzó la aventura. Nada de dormir hasta tarde, no señor. A las 8 de la mañana todos los días estábamos ya tomando desayuno. Japonés, por supuesto.
Tengo que reconocer que hice un planeamiento muy ambicioso de los lugares que íbamos a visitar; templos, parques, palacios, castillos, ríos, playas, monos, ciervos y quién sabe cuánta cosa más. Mi mamá se las arregló para hacerlas prácticamente todas, ignorando el (literalmente) hoyo que tenía dentro de la rodilla luego que le sacaran unos pernos en su operación un par de meses antes. En lo personal, aún estoy impresionado. Y mi papá tuvo la paciencia de despertarme prácticamente todas las mañanas entre 5 y 6 de la mañana para salir a caminar para abrir el apetito para el desayuno.
Luego de un breve lapso de tiempo logramos encontrar el paso de los tres para caminar para todos lados. Y nadie nos detuvo, ni lesiones, ni lluvia ni las bajas temperaturas. Tales eran las ganas de recorrer que mi mamá se compró un profesional bastón de andinismo para darle una ayudadita en las escaleras interminables que tuvimos que subir y bajar todos los días, y mi papá se recagó de frío con las engañosamente gélidas temperaturas que nos atacaron en varios puntos del viaje. Dolor, frío, hambre o cansancio, boquita cerrada y seguimos caminando y conociendo.
Y bueno, cabe recalcar que mi papá casi no sabía usar los palillos, pero a puro esfuerzo terminó hasta tomando sopa con ellos (no me pregunten cómo). Y mi santa madre, a pesar de que los desayunos japoneses no eran muy de su estilo, comía lo más posible y nos alimentaba los restos de pescadito, pepinillos, arroz y todos esos curiosos aderezos que acá comen tradicionalmente en la mañana. ¡Pero ni un puchero!
Partimos en la selva de concreto que es Tokyo, pasando por caseríos feudales, templos milenarios, trazando el mismo camino que los héroes que inspiraron leyendas hace quinientos años, y llegamos luego de 1651 kilómetros hasta el punto más meridional de Japón, a las aguas turquesa de Okinawa. Pero distábamos de estar sin aliento, así que arrendamos un auto y métale chala que vamos recorriendo. Detrás del volante, con paciencia de monja, mi mamá manejó para todos lados aguantando mis mandoneos, retos y "mamá cuidado!". Pero luego de un tiempo logré relajarme un poco y no infernizar tanto a mi madre santa y, en cuatro días, la mitad de la isla fue capaz de ofrecernos sus encantos, y disfrutamos agradecidos.
Cuevas, estalagmitas, selvas, monos y lo que venga, siempre caminando tranquilamente los tres. Nos pusimos al día por todo el tiempo que no pasamos juntos a costa de risas, abrazos y sonrisas, y descubrimos el perfecto equipo que formamos. ¡Casi que podríamos ir al Discovery Eco Challenge! Llegamos hasta el extremo del cansancio y seguimos sin amilanarnos ni un solo centímetro. Me sentí feliz, me sentí acompañado, mimado y querido. ¡Es la primera vez que me toca ser hijo único!
Si ya lo estaba pasando bien en Japón, todo se elevó exponencialmente cuando llegaron ellos. Lejos ha sido el viaje de mi vida (en lo que va de ella). Les doy muchas gracias a los dos por todos los sacrificios que tuvieron que hacer para venir acá y las cosas en las que tuvieron que ceder para poder seguir viajando. Los quiero a los dos. Son dos de los cuatro fantásticos seres humanos que componen mi familia, y tuve la oportunidad de sacarles el jugo al máximo. Ya le tocará a los otros dos. ;).