miércoles, 11 de noviembre de 2009

Oh, dos.

Era el tercer día que pasábamos en Puno, Perú. Los 3800 metros de altura ya se habían encargado de darme lindos dolores de cabeza y náuseas, pero ese día la situación se perfilaba un poco más interesante: tos fulminante con dejo a mojado. Y no sólo eso, sino también unos lindos labios amoratados y uñas sin color. Finalmente, la falta de energía (ir al baño era toda una odisea) y el sonido a pipa de agua que emitían mis pulmones cada vez que respiraba me compelieron a llamar un médico. Treinta minutos más tarde, me encontraba en un taxi entubado a un cilindro de oxígeno camino a una clínica local.

Nada de preparativos acá. Me bajé del taxi con el enfermero que estaba sosteniendo el oxígeno y comenzamos a subir pesadamente las escaleras al segundo piso de la clínica. Menos mal tomamos un par de descansos en el camino, aunque el aire que me entraba por los tubos me tenía más repuesto. Una vez en la habitación, me conectaron a un cilindro más grande (que, dicho sea de paso, tenía un forro de plush que hacía juego con el color de las paredes) y Nelly la enfermera procedió a clavarme la aguja con la mariposa para colocar productos intravenosos. "¿Tiene buena vena?", me preguntó. "Como campeón", le dije. "No la encuentro, veamos aquí", sentenció. La no tan delgada punta de metal entró con dolor moderado en mi muñeca derecha y todo parecía indicar que Nelly había triunfado. Procedió a administrarme plasma para mis pulmones con una jeringa, y al ver ambos (yo con un poco de horror) que bajo la piel de mi muñeca se comenzaba a hacer un bulto, dijo: "Ay, parece que no le acerté a la venita". Ignorando mi saco de plasma hipodérmico, sacó el catéter y fue a por mi brazo izquierdo. Luego de unos minutos de apretar, frotar y estrangularme el brazo con la goma típica se aventuró a clavar la aguja una vez más. Cartílago. O hueso, no sé, pero sentí que me estaban enterrando una piña en la muñeca. Un tanto desconcertada por la inesperada resistencia, Nelly se aseguró de hundir los veinticinco (o más) milímetros de metal antes de convencerse de que definitivamente no le había achuntado a la vena. "Ay, es que no se las veo con tanto pelo", dijo mientras volvía al otro brazo. No sé si estar agradecido o emputecido con el pelotudo que inventó la frase 'la tercera es la vencida', pero resultó ser cierta una vez más. Angel estaba aliviada de que no me iban a seguir enterrando cables.

Ya con el catéter puesto y plasma rumbo a mis pulmones, vinieron un par de personas a sacarme la radiografía. Abrazando una placa de acetato, el proceso fue semejante a sacar una foto a comienzos del siglo veinte (sólo faltó el polvo de magnesio). Una hora más tarde, ya estaba revelada. "¿Ves los pulmones? Por lo general deberían salir negros en la radiografía", dijo el doctor. En la imagen había dos angelicales pulmones blancos. Llenitos de agua.

Se decidió que debía salir de Puno lo antes posible. El doctor comentó que había vuelos en la noche, pero que había que comprarlos inmediatamente antes de que la agencia cerrara. "¿Qué? ¿Que el titular de la tarjeta tiene que ir a la oficina? ¡Pero si está hospitalizado! Okey, parto ya con el paciente", refunfuñó el doc. Me miró, me conectó a un cilindro portátil de oxígeno y me dijo: "Vamos". Para mi alivio, la agencia quedaba a sólo tres cuadras. Aun así tuvimos que esquivar a peatones y motos y hacernos paso entre el tráfico pesado del horario punta punino. El doctor llevaba el oxígeno en la mano, y yo a mi vez tenía que seguirlo de cerca para que el cable que tenía conectado a la nariz no me tirara demasiado. Parecía un amo con su mascota acuática. Las agentes de Lanchile nos trataron con indiferencia; tarjeta, firme aquí, tome su pasaje y tenga un buen vuelo. Una vez de vuelta a la clínica me dieron el 'alta', pagué y emprendimos el viaje al aeropuerto. Con un tanque de oxígeno para que no se me olvidara respirar.